Villa La Angostura: La fuerza de la Naturaleza

Los encantos de esta aldea neuquina renacen tras una temporada bajo las cenizas volcánicas. Bellos paisajes, infraestructura de calidad y gastronomía gourmet.



POR SILVINA QUINTANS ESPECIAL PARA CLARIN



Una planta violeta y espigada asoma su silueta sobre un montículo de cenizas. Pocos metros más adelante, sobre las laderas del Cerro Bayo, un manojo colorido de flores se abre paso entre un bosque de lengas. El milagro de la vida se impone, mientras trepamos en una camioneta por las laderas de la montaña, y vemos desde lo alto la sinuosa geografía de los lagos que enmarcan a Villa La Angostura, al oeste de la provincia de Neuquén.

En lo alto del Cerro Bayo se despliega, con la contundencia de siempre, una de las panorámicas más impactantes de la Patagonia: el lago Nahuel Huapi como una serpiente azul, la melena verde de los bosques, las cumbres vaporosas de la Cordillera. La banda de sonido, por esta vez, no tendrá cantos de aves. Se escucha, en cambio, el ruido seco de los martillos golpeando el metal, el chirrido de alguna sierra, y las conversaciones de un grupo de hombres que trabajan con energía, para terminar una gigantesca estación de telecabinas en lo alto del cerro. Pronto el paisaje estará cubierto de nieve, y los esquiadores podrán subir en las flamantes góndolas para descender por las pistas.

Vuelvo la mirada a la planta violeta y espigada que perforó el suelo con sus flores. La parábola puede parecer antigua y trillada, pero es inevitable pensar que la fuerza de la naturaleza y el trabajo del hombre han producido el milagro en Villa La Angostura, como un ave mitológica que renace de sus propias cenizas.

Secretos del bosque

Sobre un recodo del lago Nahuel Huapi, mientras navegamos hacia el Bosque de Arrayanes –parte del Parque Nacional Los Arrayanes, creado en 1971–, la guía señala las riberas vírgenes de la península Quetrihué. La vegetación verde y tupida se multiplica en las orillas transparentes del lago.

La fotógrafa del barco y un marinero discrepan sobre la mejor manera de enfocar a una gaviota. Es una discusión apasionada, divertida, distendida. Inevitable pensar que hace apenas unos meses las preocupaciones en este rincón del mundo esquivaban estas sutilezas. Cuesta imaginar la furia de las montañas sobre un paisaje tan dócil.
El 4 de junio de 2011, cerca de las 16, el día se hizo noche y una tormenta con rayos de colores cubrió el cielo de Villa La Angostura. El paisaje rugía, y una lluvia de piedras calientes se precipitó sobre los techos. El volcán Puyehue escupía arena, piedras y cenizas a sólo 37 kilómetros del pueblo, desde el otro lado de la frontera con Chile. La escena apocalíptica continuó toda la noche, aunque todos los habitantes coinciden en que lo más desolador fue amanecer con todo el paisaje cubierto de gris. Un manto monocromático tapó las calles, las casas, la ruta, los bosques y los lagos, que apenas nueve meses después lucen casi enteramente recuperados.
Difícil pensar en mantos monocromáticos cuando uno entra en el Bosque de Arrayanes, donde reina el canela moteado de los troncos, el blanco de las flores, el verde de las hojas y el morado de los frutos.

“Los extranjeros que llegan sin saber lo que pasó, no nos creen cuando les contamos que vivimos un fenómeno de esa magnitud”, dice la guía, mientras caminamos por la pasarela de 800 metros que recorre el bosque, una maravilla única en el mundo que concentra 12 hectáreas de estos pintorescos árboles, que aquí llegan hasta los 300 o 400 años de antigüedad.

La pasarela se construyó para permitir que el bosque se siga renovando. La guía señala, al costado del camino, unos pastitos que a los ojos inexpertos pueden parecer tréboles, pero que, en realidad, son renovales de arrayán. Junto a estos árboles en potencia, se acumulan las copas de los antiguos arrayanes que buscan la luz y que llegan a medir hasta 18 metros.

Una mujer abraza la corteza fría de un arrayán frente a la primorosa Casita de Té, a pocos metros del muelle. Más allá de la verosimilitud de la historia que cuenta que aquí se inspiró Walt Disney para crear su personaje de Bambi, vale la pena entrar en la cabaña. La calidez del ambiente de paredes y pisos de tronco combina bien con un buen chocolate caliente. 

Un paseo por la Villa

En el centro de la Villa, los canteros están cubiertos de flores, y los negocios abren sus puertas con sus vidrieras cargadas de adornos, chocolates y ropa de invierno. El césped de los jardines de la exclusiva Bahía Manzano reverdece bajo la humedad de los regadores. Son pocas las casas que aún no han sido limpiadas, y es allí donde uno toma conciencia de la dimensión del trabajo de recuperación que se ha hecho. En los techos y terrenos que todavía quedan cubiertos de una capa blanquecina de ceniza, se nota el contraste con el resto de la Villa.

El otro indicio del fenómeno son los montículos de ceniza que se levantan a los costados de algunas calles. Los vecinos los llaman centros intermedios de acopio. Cada uno se ocupa de limpiar su terreno, un camión retira las cenizas y las lleva a estos centros intermedios, desde donde serán trasladadas a su destino definitivo.

Más allá del trabajo de los vecinos, la naturaleza fue haciendo su parte. El viento y la lluvia limpiaron los bosques, los lagos fueron decantando la ceniza, y las plantas se renovaron con más fuerza. Aseguran los pobladores que la primavera se adelantó, y que la vegetación resurgió con colores más intensos.

En el último tiempo, Villa La Angostura ha buscado consolidarse como un destino para familias y visitantes con distintos presupuestos.

“Sabemos que existe el prejuicio de que es un destino para unos pocos, pero se trata de un lugar para todo el mundo, y hay opciones de todos los precios”, afirma Pablo Bruni, coordinador técnico de Turismo y Promoción de la Secretaría de Turismo de Villa La Angostura. Y agrega: “Lo que distingue a nuestra aldea de montaña es la belleza del paisaje y la calidad de los servicios. Los lugares son pequeños refugios con servicios personalizados, donde atienden los dueños o concesionarios directos, que mantienen el trato personal y el cuidado por los detalles”.

Además, para promover la llegada de turistas a la villa, las tarifas en gastronomía y hotelería ofrecen importantes descuentos y promociones. A esto se suma que la Municipalidad provee un servicio de transfer gratuito desde y hacia el aeropuerto de Bariloche para algunos vuelos.

Lagos y ríos

Las obras avanzan por el Camino de los Siete Lagos, aunque todavía quedan algunos kilómetros sin asfaltar en este bellísimo corredor que une San Martín de los Andes con Villa La Angostura. Nos detenemos frente a una pequeña bahía sobre el lago Espejo, que guarda como un tesoro las huellas de la reciente erupción. Desde lo alto, vemos un mapa blanco e irregular dibujado sobre la superficie del agua; una capa esponjosa y movediza que va cambiando de forma. Un breve desvío nos conduce hacia la playa. Las piedritas volcánicas son blancas, y tan livianas que flotan sobre el lago. Si uno introduce la mano, las piedras dan paso al agua transparente que desnuda el fondo arenoso de la orilla.

Recuerdo entonces la foto que me mostró hace apenas unas horas el secretario de Turismo, Marcelo García Leyenda, donde varios chicos ríen, sumergidos en un lago de piedras flotantes. “Cuando saqué esa foto –relataba–, algo cambió para mí, me di cuenta del aspecto positivo de lo que habíamos vivido. El volcán forma parte de la belleza de este lugar, el paisaje se originó en los volcanes. El equilibrio de la naturaleza es impresionante”.

Otro desvío de la ruta de los Siete Lagos nos lleva a otra playa. El Correntoso está planchado. Lejos de hacer honor a su nombre, parece un espejo verde, plácido y quieto. El silencio permite apreciar el salto de una trucha, el zumbido de un insecto, el roce de las hojas de los coihues sobre los troncos finitos e interminables. Una familia pastorea sus animales y un pescador solitario sumerge los pies en el lago.

De regreso, nos detenemos en el río Correntoso. Lo llaman el río más corto del mundo, y no hay razones para desmentirlo. Se trata de una inquieta corriente de agua de apenas 160 metros, que une los lagos Nahuel Huapi y Correntoso. El salto apurado de una trucha confirma que este sigue siendo el lugar favorito de los pescadores.

Atravesamos el río por un puente de madera, y nos encontramos con el verde de las retamas y los frutos colorados de un árbol de rosa mosqueta. Una familia toma mate junto al lago, sobre una playa de arena clara. El atardecer es de una intensidad blanca, neblinosa, refulgente. 

Aventura en kayak

“Andar en kayak es como bucear sin necesidad de meterse en el agua”, asegura Pablo Beheran, mientras rema con entusiasmo por la orilla cristalina del Nahuel Huapi. Dejo mi remo a un lado, y concentro la vista en la imagen hiperbólica de una rama clavada debajo del agua. El lago actúa como una lupa caprichosa y ondulada. El fondo se ve tan cerca y con tanta nitidez, que sumerjo la mano con la ilusión de tocarlo. Pero basta con introducir un dedo, para percatarse de que todo está más lejos de lo que parece.

Avanzamos al ras del agua, por el Brazo Ultima Esperanza del lago Nahuel Huapi, mientras una ordenada fila de macás –aves acuáticas– avanza con aire despreocupado a pocos metros del kayak. Más adelante, cerca del río Correntoso, un pescador estático espera el pique a flote sobre una especie de salvavidas. No muy lejos de allí, Pablo señala el lomo de una trucha arco iris que se menea bajo el agua.
Sobre la orilla distinguimos la figura imponente del Hotel Correntoso, el más antiguo y tradicional de la Villa. Se suceden casas, complejos de cabañas, y una vieja usina eléctrica incrustada en el lago, que hoy está pintada de lila, y fue convertida en vivienda.

Nos detenemos en una playita junto a una cabaña abandonada. Detrás de la cabaña, hay una casona de madera que, según algunas teorías, refugió nada menos que a Adolf Hitler después de la Segunda Guerra Mundial. El mate modera historias de hidroaviones, espías y reuniones secretas. Los perros ladran a lo lejos y terminan de aportar el toque siniestro en este rincón del paraíso. Conviene mirar al otro lado del lago, donde flotan los islotes cubiertos de árboles, y las montañas despliegan sus laderas vírgenes.

De regreso a la calidez de la hostería, quedará tiempo para descubrir en los jardines un arrayán de 600 años cubierto de flores blancas, y para ver el último atardecer detrás de las ventanas, con sus tonos cambiantes encendidos sobre el lago.

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